jueves, 3 de abril de 2025

Homilia Quinto domingo de cuaresma. Ciclo C

  Somos más que pasado, somos esperanza.

Por P. José Raúl Ramírez Valencia 

Curiosamente, los textos de hoy remiten a la esperanza. El pueblo de Israel, después del exilio, regresa a la tierra prometida y proclama: “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares”. El apóstol Pablo, al encontrarse con Jesús, exclama: “Todo lo considero basura con tal de alcanzar a Cristo Jesús.” Y Jesús le dice a la mujer adúltera: “En adelante, no peques más”. El profeta Isaías también enfatiza como Dios abrió camino en el mar y sació la sed de su pueblo elegido en tierras áridas. Y el apóstol Pablo al final de la lectura dice: "No que lo tenga ya conseguido o que sea perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Él". En definitiva, todo encuentro con Dios es un encuentro de esperanza.

No en vano, Carlos de Foucauld, quien fue ateo durante mucho tiempo cuando experimentó la presencia de Dios, no pudo hacer otra cosa más que vivir para Él, ya no se entretuvo más con las veleidades de la vida, sino que se abrió a la esperanza.

En el ser humano cohabitan tres tiempos: pasado, presente y futuro. A veces, el pasado trae alegría; en otras nostalgia y amargos recuerdos. Sin embargo, el ser humano tiene la posibilidad liberarse de la esclavitud del pasado y del presente y abrirse a través del perdón a la esperanza. Quien se abre a la esperanza contempla las circunstancias con otros ojos.

La oración: antesala de las decisiones

El Evangelio de San Juan nos muestra a Jesús retirándose al monte de los Olivos para orar. Luego de haber orado los escribas y fariseos le presentan a una mujer adultera que quieren apedrearla, menos mal Jesús había orado. En un mundo convulsionado y confuso la oración es imprescindible a la hora de decidir y no actuar a la ligera.

El evangelio relata que le presentaron a Jesús a una mujer sorprendida en adulterio. En su época, el adulterio femenino se castigaba tanto si la mujer era casada como si era soltera mientras que un hombre solo era considerado adúltero si tenía esposa. La tradición cuenta que a las mujeres acusadas de adulterio se las encerraba en un pozo, dejándolas solo el rostro al descubierto y cubriéndolo con una estopa. Albert Camus, en su libro La caída, menciona algo parecido de un pueblo que se consideraba el más grande de la tierra. Allí a los delincuentes se les encerraba en una caja de mampostería clavada en el suelo. Incapaces de moverse, solo su rostro quedaba visible para que los transeúntes los escupieran. Aunque tenían permiso para limpiarse, les era imposible hacerlo.  

El castigo en última instancia es una invención humana. No se necesita a Dios para idearlo ni ejecutarlo. Si Dios existiera únicamente para juzgar, generar culpa y castigar, su presencia sería superflua: los hombres ya se encargan de hacerlo con juicios implacables.

Camus añade: “Siempre hay razones para asesinar a un hombre; en cambio, justificar que viva es casi imposible. Por eso el crimen siempre encuentra abogados, mientras que la inocencia, solo a veces.” Esto lo decía quizás con respecto a la pena de muerte.

Cuando vemos solo el pasado, obstaculizamos la esperanza.

Decían los escribas y los fariseos: “¡Hay que apedrearla!” Se aferraban al pasado y se negaban a abrirse a la esperanza. Cuando le preguntaron a Jesús qué hacer con aquella mujer, su respuesta no fue inmediata, no pronunció un juicio apresurado, sino que se inclinó y comenzó a escribir en el suelo. Jesús escribe para liberar, no para condenar, la escritura no es un acto de sentencia, sino un espacio de reflexión, una pausa antes de tomar decisiones. Mientras Él escribía, la multitud seguía hablando, la escritura se convierte en un símbolo de esperanza.

Luego, Jesús les dijo: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra.” Con esta respuesta, Jesús obligó a los acusadores a enfrentarse a su propia realidad, a mirar dentro de sí mismos antes de juzgar a los demás. Quizás ninguno de ellos comprendía realmente la situación de la mujer. Solo veían su falta, pero no se preguntaban por las causas que la habían llevado hasta allí. Pudo haber sido víctima del maltrato físico o psicológico o de extrema pobreza.

Encuentro entre la miseria y la misericordia

Aquellos que querían apedrearla estaban aferrados al pasado, querían destruirla, Jesús rompió esas cadenas y la lanzó hacia la esperanza. San Agustín dice que, en este momento, se encontraron la miseria y la misericordia: la miseria del adulterio y la misericordia del Señor. Jesús, con su palabra, libera a la mujer del peso de su pasado. No le dice que continúe viviendo como quiera, sino que la invita a una vida nueva: "En adelante, no peques más" No la deja atada a su pasado, no le impone una cadena perpetua, sino que le muestra otros caminos posibles.

Jesús le pregunta: "¿Dónde están los que te condenan?" Y luego declara: "Yo tampoco te condeno." El Señor condena el pecado, no al pecador. Mientras que los hombres suelen identificar el pecado con el pecador, Dios, en su misericordia, abre siempre un camino hacia la vida nueva.

Leyes que liberan

El hecho de que existan leyes no significa que sean justas o beneficien a las personas. Jesús cuestionó la ley que ordenaba apedrear a las mujeres y le dio un nuevo sentido. Cuando la ley carece de amor y compasión, se convierte en un instrumento de condena y muerte. En cambio, cuando la ley parte de la dignidad de la persona, del amor y de la esperanza abre nuevos caminos. La ley, por sí sola, no rehabilita, muchas veces, en lugar de restaurar, destruye.

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