Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres; hay que obedecer al resucitado.
Por P. José Raúl Ramírez V.
La Iglesia celebra el tercer Domingo de Pascua y como en los domingos anteriores, la liturgia de la palabra nos presenta una aparición de Jesús y la forma como la comunidad reconoce su presencia como resucitado.
En la primera lectura de los Hechos de los
apóstoles, Pedro y algunos de los discípulos se enfrentan al sanedrín. La instancia
judía que había acusado a Jesús. Pedro, con convicción y firmeza, responde a
esta autoridad que les había prohibido predicar la resurrección. A pesar de
ello, él proclama: “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.” Esta
afirmación es profunda. El cristiano no es una persona que va en contra de las
leyes civiles, sino alguien que reconoce en Dios como autor y fundamento del
bien. Por eso ante un conflicto entre la ley humana y la voluntad divina, no
renuncia a sus convicciones, sino que opta por obedecer a Dios. No se trata de desobediencia caprichosa, sino
de una elección razonada y fundamentada. En cambio, el no obediente es la
persona que tiene razones por las cuales no obedece, Pedro no fue desobediente,
sino alguien que, por fidelidad a Dios, eligió desobedecer una ley injusta. Así
también el cristiano ante muchas normas sociales, no actúa por rebeldía, sino que
por compromiso más profundo con el bien y con Dios. Con la fuerza que le da la presencia
del resucitado, Pedro se atreve a no obedecer a las autoridades humanas para
obedecer al Señor.
Tres escenarios de la presencia del Resucitado
El primero se da cuando Jesús se manifiesta en
medio de los quehaceres cotidianos, incluso cuando estos parecen infructuosos.
El segundo muestra como la rutina diaria, al transformarse por la presencia de
Cristo, se vuelve fecunda y culmina en un encuentro que se celebra compartiendo
la mesa. El tercero presenta a Pedro, quien, movido por el amor, elige obedecer
a Dios por encima de todo.
Presencia en la vida cotidiana
Después de la muerte de Jesús, los discípulos
regresan a sus actividades habituales, a sus faenas de siempre, a lo que hacían
antes de conocerlo: pescar. Eran expertos pescadores y salen de noche, el
momento más favorable para la pesca. Sin embargo, no logran capturar nada.
Este fracaso refleja una verdad profunda: la
vida, sin la presencia del Resucitado, resulta vacía, infecunda, sin dirección
ni sentido. En medio de esa rutina estéril, al amanecer, alguien desde la
orilla les dice: “¡Vayan a pescar!”. Los discípulos obedecen y lanzan las
redes. Entonces, la pesca es tan abundante que no pueden sacar las redes del
agua.
Ahí está la diferencia: sin el Resucitado, la
vida no alcanza plenitud; con Él, todo cobra sentido y se llena de gozo. Jesús
no se manifiesta de forma extraordinaria o fantasiosa, sino que se hace
presente en lo cotidiano, en las tareas diarias, acompañando nuestras
realidades más sencillas.
Al principio, los discípulos no lo reconocen.
Solo a través de la experiencia compartida y la obediencia descubren su
presencia. Así, el Resucitado se revela poco a poco, transformando lo ordinario
en algo profundamente significativo.
Presencia en la comida en los sacramentos.
Después viene el episodio de la cena. Uno de
los grandes problemas de nuestra sociedad es la pérdida de los rituales. A
través de ellos, el ser humano adquiere sentido simbólico, se reúne con otros,
trasciende la rutina y encuentra un espacio para el encuentro profundo.
Sentarse a la mesa, compartir con la familia o con los amigos, se convierte en
un acto ritual que nos humaniza y fortalece los lazos, hasta formar un
verdadero “nosotros”.
Jesús se sienta a la mesa con los discípulos.
¿Quién prepara la mesa? Jesús. ¿Quién ofrece el pescado? También Jesús. Pero
luego les dice: “Traigan algunos de los pescados que ustedes han pescado”. Este
detalle es clave: Jesús no solo provee, también integra lo que los discípulos
han aportado. Es un gesto de comunión, de participación mutua.
Al cenar, los discípulos no pueden evitar
recordar la Última Cena. Allí, Jesús partió el pan y entregó su cuerpo y su
sangre. Este gesto se actualiza ahora, porque el mismo que fue crucificado es
también el que ha resucitado. El Jesús de la historia es el mismo que se
manifiesta vivo en medio de ellos. El Resucitado no es otro distinto: es el
mismo que compartió la mesa, que lavó los pies, que entregó su vida y ahora se
sienta nuevamente con los suyos para celebrar la vida.
La obediencia de Pedro al Resucitado desde el
amor
Después de la cena, se da el momento del
diálogo entre Jesús y Pedro. ¿Quién era Pedro? Un hombre impulsivo, directo,
apasionado. Fue el mismo quien le dijo a Jesús: “Apártate de mí, Satanás”, pero
también el que confesó: “Tú tienes palabras de vida eterna, ¿a quién iremos?”.
Y en la vía dolorosa, fue quien lo negó.
La vida de cada uno de nosotros también tiene
una historia. Si revisamos nuestro propio camino en la fe, encontraremos
aciertos y errores, momentos de confianza y también de rebeldía.
El diálogo entre Jesús y Pedro comienza con una
pregunta clave: “Pedro, ¿me amas?”. Esta no es la misma pregunta que se haría
antes de la resurrección. Ahora Jesús interroga por el amor, es desde el amor
que se comprueba el seguimiento y la fidelidad. Es una unidad profunda entre
amor y fe: “¿Me amas? Apacienta mis ovejas”. Solo quien ama de verdad puede
cuidar. Si Pedro no amara a Jesús, habría terminado siendo simplemente un
funcionario o un político. Pero desde la experiencia del amor, recibe el
encargo del cuidado pastoral.
Después de esto, Jesús le dice: “Sígueme”. Y
Pedro lo siguió hasta el final, hasta el martirio. Esa es la fidelidad total,
la verdadera obediencia. El mismo que fue crucificado es el que ha resucitado,
y Pedro logró reconocer esta verdad porque creyó.
Que estas ideas nos acompañen en nuestro
crecimiento personal: Jesús camina con nosotros en la vida cotidiana, y estamos
llamados a descubrir su presencia. Celebrar la Eucaristía nos da identidad como
cristianos. La fe en el resucitado ha de ser la misma que la fe en el crucificado,
Y, ante todo, hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres. Amén.
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