La moral social: un camino para la eternidad.
Por
José Raúl Ramírez V.
La liturgia de la palabra de este domingo nos invita a reflexionar sobre la moral
social, un aspecto esencial para la vida cristiana. En el ámbito eclesial se
distinguen tres dimensiones de la moral.
La moral sexual vida se refiere a la vivencia responsable y ética de la sexualidad. En este ámbito, la Iglesia promueve valores como la fidelidad entre un hombre y una mujer, el respeto por la vida humana desde el momento de la concepción, la atención digna a quienes atraviesan momentos de fragilidad, como la enfermedad. No se propone la eutanasia como respuesta al sufrimiento, sino el acompañamiento compasivo y la defensa de la dignidad de la persona hasta el final.
La
moral de las virtudes, se refiere a las normas y principios que regulan la
conducta personal de cada individuo, orientados hacia la santidad y la vida
virtuosa. Trata sobre las virtudes, los pecados, la libertad, la conciencia y
la responsabilidad moral personal.
La
moral social, que constituye el eje de la primera lectura y el evangelio de
hoy. Esta dimensión llama al cristiano a comprometerse con la justicia, la
búsqueda del bien común, la opción preferencial por los pobres y la
transformación de las estructuras injustas. Se trata de vivir la fe con una
conciencia social activa, orientada siempre hacia la justicia y el bienestar social.
“El
Señor no olvidará jamás ninguna de sus acciones”
La
primera lectura, tomada del libro del profeta Amós, denuncia con firmeza las prácticas
injusticias de su tiempo. Según el profeta, había quienes acaparaban las
cosechas para encarecer los productos y luego venderlos a precios elevados a
los más necesitados. Además, usaban medidas falsas en su propio beneficio,
generando un sistema injusto que favorecía a unos pocos en detrimento de
muchos.
Las
palabras del profeta Amos invitan a examinar nuestras propias prácticas y
estructuras sociales a la luz de la justicia evangélica. Nos exhortan a vivir
con honestidad, a garantizar un salario digno a los trabajadores, respetar los
tiempos de descanso y rechazar toda forma de aprovechamiento de la necesidad ajena
para obtener beneficios personales o económicos, nos invita también a no ser
usureros. En este contexto, Amós proclama con firmeza que el “Señor observa
cada una de nuestras acciones”, es decir, la religión sin justicia es idolatría.
El
poder como servicio
La
doctrina social de la Iglesia enseña también que el poder no es, en sí mismo,
algo negativo. Al contrario, lo reconoce como una vocación al servicio de la
comunidad. El apóstol Pablo, en su carta a Timoteo, exhorta a la comunidad
cristiana a elevar súplicas y oraciones por los reyes y las autoridades, con el
fin de que podamos llevar una vida tranquila, digna y en paz.
Algunas
corrientes de pensamiento tienden a dividir el mundo en dos polos: los que
tienen poder y los que no. Desde esa mirada, el poder se presenta sospechoso, como
una fuerza opresora que debe ser combatida. Sin embargo, el cristianismo no
comparte esa visión reduccionista, lo comprende como una herramienta para el
servicio y el bien común si se orienta con rectitud. El problema no es el poder
en sí, sino su mal uso.
El
poder del gobierno existe para proteger los derechos fundamentales, garantizar
la dignidad del ciudadano, permitir el ejercicio libre de la fe y fomentar una
educación que forme personas libres y conscientes.
Así mismo la enseñanza de la Iglesia afirma que un gobierno legítimo, cuando obra con justicia, participa, de algún modo, en la autoridad misma con la que Dios gobierna el mundo. Por esta razón, en la liturgia de la Iglesia se ora por quienes ejercen autoridad: primero por el Papa y los obispos, y luego por las autoridades civiles. El poder no debe ser demonizado, su sentido más profundo no es dominar, sino servir al bien común. Al final, el apóstol Pablo insiste en otro punto esencial: el respeto a la libertad religiosa. Un Estado puede ser aconfesional, pero en una sociedad pluralista, las expresiones de fe deben poder manifestarse libremente.
El avispado vive del bobo
El
Evangelio presenta una parábola que también aborda una problemática social
relevante, aunque desde una perspectiva distinta. Se puede iluminar su mensaje
con una conocida expresión del contexto antioqueño y que Juan Luis Mejía,
estudioso de la cultura antioqueña analiza: “El avispado vive del bobo.”
Esta
frase popular, pone en evidencia una mentalidad social que, en no pocos casos,
celebra el engaño, la trampa o la picardía como herramientas válidas para aprovecharse
de las otras personas. El "avispado" se aprovecha del otro, negocia
con deshonestidad, manipula o explota la inocencia y la necesidad ajena. En
algunos ámbitos, se valora al "buen vendedor" o un negociante por su
capacidad de persuasión, aunque esto muchas veces desemboque en el engaño, la
creación de falsas necesidades o la manipulación emocional.
Sin
embargo, el Evangelio no propone exaltar la malicia o la astucia en función del
lucro, sino encauzar la inteligencia humana hacia el bien común. Lo que Jesús
alaba en la parábola es la capacidad de actuar con sagacidad e ingenio, no la
deshonestidad invitándonos a aplicar esa misma inteligencia para construir el
Reino de Dios y transformar la realidad social desde criterios evangélicos.
En
este sentido, la astucia, la inteligencia y la capacidad estratégica no son en
sí mismas virtudes ni defectos: todo depende del fin que se persigue. La
propuesta evangélica es clara: poner nuestras capacidades al servicio del Reino
de Dios, poner nuestra creatividad al servicio del bien, y orientar nuestras
decisiones hacia la justicia como un camino hacia la vida eterna.
Por
ello, es fundamental recordar que el dinero no debe ser un fin en sí mismo,
sino un medio para alcanzar objetivos más nobles. Debe servirnos como medio para
obrar el bien y acercarnos a Dios, no para esclavizarnos ni convertirnos en sus
servidores. La injusticia es incompatible con la fe; no se puede vivir en la
deshonestidad y, al mismo tiempo, pretender estar en comunión con la Iglesia,
la espiritualidad sin justicia es idolatría.
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