domingo, 16 de febrero de 2025

Homilia Sexto domingo ciclo C. Tiempo ordinario

Por José Raúl Ramírez Valencia.  

Pobreza y confianza: dos actitudes necesarias para el hombre de fe

Crisis de confianza

La liturgia de la Palabra nos invita a la confianza. Sin embargo, vivimos en una sociedad marcada por la desconfianza. Popularmente se dice que ni siquiera confiamos en nuestra propia sombra, y mucho menos en los demás. Día a día, las instituciones pierden credibilidad, la palabra ha dejado de tener valor y se requieren innumerables documentos para respaldarla. Habitamos un mundo donde la desconfianza reina.

Cuando la desconfianza se arraiga surge la inseguridad. La falta de confianza genera incertidumbre y caos. ¿Cómo comprender la verdadera confianza? El profeta Jeremías advierte: "Maldito el hombre que confía en el hombre", mientras que proclama: "Bendito quien confía en el Señor, pues será como un árbol plantado junto al río". En contraste, aquel que solo confía en sí mismo es como un árbol en la estepa: árido, sin raíces, incapaz de florecer.

En el mundo actual proliferan discursos que exaltan la autorrealización: "¡Confía en tus fuerzas! ¡Tú puedes! ¡Eres capaz! ¡En ti está la salvación y la felicidad!" Todo gira en torno al yo, al ego. Se confunde confianza con optimismo. Mientras que la confianza se deposita en alguien, el optimismo se apoya únicamente en las propias fuerzas y capacidades, prescindiendo incluso de Dios. A esto se refiere Jeremías cuando afirma: "Maldito quien confía en el hombre", es decir, aquel que se sostiene exclusivamente en sí mismo, sin reconocer la necesidad del otro ni de Dios. Este "amor" extremo desemboca en el individualismo y narcisismo. 

Si solo confío en mis propios planes y metas el horizonte queda limitado al presente. En cambio, al confiar en el Señor, trasciendo el momento actual y me abro al futuro. Por ejemplo, cuando Dios dice: "Honra a tu padre y a tu madre", confiar en este mandato significa reconocer que su cumplimiento no siempre es inmediato, pero tiene un impacto profundo y duradero. La confianza en Dios se fundamenta en su fidelidad: Él cumple lo que promete y su palabra permanece. La confianza debe estar puesta en el Señor, en aquel que nunca falla. En cambio, una "confianza" basada en lo pasajero parece firme en el presente, pero se desmorona ante la incertidumbre del futuro.

La pobreza como apertura a la confianza 

La pobreza es apertura, mientras que la riqueza, con frecuencia, conduce al cierre del corazón. La verdadera pobreza radica en la confianza en Dios. Las riquezas pueden hipnotizar y esclavizar el corazón, alejándolo de lo esencial. ¿Qué significa realmente la pobreza de espíritu? En primer lugar, implica desprenderse de las ideas e imágenes preconcebidas sobre Dios. Quien cree poseer un conocimiento absoluto de Él no es pobre de espíritu. Pensemos en los fariseos: creían conocer a Dios porque cumplían normas y leyes, pero Jesús les mostró que su corazón estaba endurecido por la ley. Su imagen de Dios estaba llena de conceptos rígidos, lo que les impedía abrirse verdaderamente a su presencia. Dios no habita en un corazón que se siente lleno de certezas sobre Él, sino en aquel que deja espacio para que actúe.

El maestro Eckhart, uno de los grandes pensadores sobre la pobreza espiritual, nos ofrece imágenes profundamente reveladoras. Por ejemplo, cuando Jesús entra en el templo y expulsa a los mercaderes. Nos invita a comprender que lo primero que debemos purificar son las imágenes de Dios que llevamos en nuestro interior. Solo cuando nos vaciamos de nuestras falsas seguridades nos hacemos verdaderamente pobres de espíritu, dejando así espacio para que Dios actúe en nosotros.

La pobreza y el desapego

En segundo lugar, la pobreza de espíritu está estrechamente ligada a nuestra relación con las posesiones. El poeta alemán Hölderlin expresó una reflexión profunda sobre este concepto: “Entre nosotros, todo se concentra en lo espiritual; nos hemos vuelto pobres para llegar a ser ricos”.

La pobreza de espíritu no consiste en la ausencia de bienes materiales, sino en la capacidad de despojarse de uno mismo, de dar sentido a todo desde lo espiritual. Quien se aferra a lo que posee—sean ideas, bienes, poder o seguridades—termina viendo el mundo a través del filtro de su propio ego. En contraste, aquel que sabe vaciarse reconoce la presencia de Dios y se abre a una realidad más profunda.

El verdadero pobre de espíritu es capaz de establecer encuentros auténticos desde la experiencia de Dios. Al despojarse de sí mismo, deja espacio para que Dios habite en su vida y, al hacerlo, aprende a ver a los demás con los ojos de Dios. Por eso, la primera bienaventuranza es clave: "Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos". Esta actitud es la puerta de entrada a todas las demás bienaventuranzas: quien es pobre de espíritu sabe consolar, camina hacia la justicia y posee una mirada limpia.

Pobreza de espíritu y la resurrección

En la segunda lectura, el apóstol Pablo afirma que, si Cristo no hubiera padecido, muerto y resucitado, nuestra fe carecería de sentido. En este contexto, la persona pobre de espíritu deposita toda su confianza en el acto redentor de Jesús y no en sí misma. Su vida y su resurrección están en manos de Aquel que sufrió, murió y venció la muerte. En Él encuentra su salvación, su libertad y el perdón de sus pecados; su esperanza nace de la confianza absoluta en Jesús.

Conclusión

La pobreza de espíritu no es un concepto sociológico, sino una realidad espiritual y evangélica. Hay quienes carecen de lo mínimo, pero no son pobres de espíritu, y otros que poseen riquezas, pero en su interior experimentan una profunda pobreza. No se trata de la cantidad de bienes materiales que se posean o se carezcan, sino de la disposición interior para confiar plenamente en Dios.

Ser pobre de espíritu es reconocer nuestra necesidad de Dios, desprendernos de las falsas imágenes que hemos construido sobre Él y vaciarnos de nuestro ego para que pueda habitar en nosotros. Cuando una persona abraza esta pobreza, su vida se transforma: sus raíces espirituales se afianzan, su mirada sobre el mundo se ilumina y su relación con Dios y con los demás se vuelve más auténtica.


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