Palabras y obras: expresan lo que somos
Por P. José Raúl Ramírez Valencia
Somos seres hablantes
La liturgia de este domingo nos invita a meditar sobre el poder de la palabra como expresión de la interioridad humana. A diferencia de los animales, el ser humano posee el privilegio y la responsabilidad de comunicarse a través de la palabra. Más allá de transmitir sentimientos, la palabra revela ideas, valores, sueños y nuestra visión del mundo.
Tanto el libro
del Eclesiástico como el Evangelio subrayan esta dimensión interior de la
palabra. El primero advierte: “Antes de elogiar a alguien, debes escucharlo”,
mientras que Jesús afirma: “De la abundancia del corazón habla la boca”.
En otras palabras, el corazón es la casa del alma, y nuestras palabras son el
reflejo visible de lo que habita en su interior. Si esa casa se llena de
divisiones, rencores e impurezas, la palabra será eco de esa desarmonía. Pero
si en ella reinan la bondad, el amor y el perdón, las palabras se convertirán
en signos de luz y reconciliación.
Esta enseñanza
adquiere una relevancia particular en nuestra cultura digital, marcada por la
constante publicación de mensajes en redes sociales. Vale la pena preguntarnos:
¿Qué comunicamos a través de nuestras publicaciones? ¿Con quiénes nos
relacionamos? ¿Qué actitud asumimos frente a los errores o caídas de los demás?
La palabra, también en el ámbito virtual, refleja lo que habita en nuestro
corazón. Por eso, cultivar la limpieza interior es el primer paso para que
nuestras palabras sean fuente de vida y no instrumento de división.
¿Qué tipo de referentes tenemos?
¿Acaso puede
un ciego guiar a otro ciego?” Esta pregunta del Evangelio según san Lucas
nos invita a reflexionar sobre la identidad de quienes nos sirven de guía en la
vida y, al mismo tiempo, sobre quiénes somos para los demás. ¿Somos personas
con autoridad moral? ¿Admiramos y seguimos a quienes realmente la poseen?
José Ortega y
Gasset ilustra esta realidad con una breve pero profunda anécdota: un ciego
pregunta a un cojo: “¿Cómo anda usted?” A lo que el cojo responde: “Como
usted me ve”. Esta respuesta encierra una enseñanza crucial: nuestra
percepción del otro con frecuencia refleja nuestra propia condición interior.
Muchas veces proyectamos en los demás nuestras carencias, prejuicios o
limitaciones, sin darnos cuenta de que nuestras propias deficiencias
distorsionan la visión que tenemos del otro.
Solo cuando
reconocemos nuestras fragilidades podemos mirar con humildad a los demás. De lo
contrario, corremos el riesgo de juzgar con dureza, fijándonos solo en los
defectos ajenos, mientras permanecemos ciegos ante nuestras propias sombras.
Así, la imagen del ciego y el cojo nos recuerda que la auténtica guía solo
puede ofrecerla aquel que ha aprendido primero a ver con claridad dentro de sí
mismo.
El cuidado de sí como camino para el cuidado del otro
Antes de señalar
las faltas ajenas, es necesario volver la mirada hacia el propio corazón. Con
frecuencia, somos rápidos para juzgar a los demás sin reconocer nuestras
propias fragilidades. La compasión comienza por uno mismo, y solo desde la
reconciliación personal puede brotar una mirada misericordiosa hacia el otro. Sócrates
lo enseñaba con la máxima: Conócete a ti mismo. Este conocimiento
sincero, acompañado de humildad, conduce al cuidado interior, que se traduce en
una relación más auténtica con los demás. Si no nos conocemos ni cultivamos
nuestro propio ser, ¿cómo podríamos cuidar y corregir a los otros con verdadero
amor?
La palabra
que se hace obra
El árbol bueno
se reconoce por sus frutos, y el primer fruto que brota de un corazón bondadoso
es la palabra. Cuando cultivamos la bondad en nuestro interior, nuestras
palabras se convierten en fuente de consuelo, verdad y esperanza para quienes
nos rodean. La palabra auténtica no nace solo de los labios, sino del corazón.
Por eso, estamos llamados a ser guardianes de la palabra, conscientes de su
poder para edificar o destruir.
Sin embargo, las
palabras deben trascender hacia las obras. El texto concluye recordando que un
árbol bueno no da frutos malos, ni un árbol malo da frutos buenos. Las obras
son el reflejo más profundo de lo que habita en el corazón. A través de ellas,
se desvela la verdad de nuestras palabras y la autenticidad de nuestro ser.
Que este domingo
sea una oportunidad para revisar nuestras palabras, reconocer su poder y
convertirlas en instrumentos para construir un mundo más compasivo y fraterno.
Amén.
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