sábado, 1 de marzo de 2025

Homilia Domingo VIII ciclo C.

Palabras y obras: expresan lo que somos  

Por P. José Raúl Ramírez Valencia 

Somos seres hablantes

La liturgia de este domingo nos invita a meditar sobre el poder de la palabra como expresión de la interioridad humana. A diferencia de los animales, el ser humano posee el privilegio y la responsabilidad de comunicarse a través de la palabra. Más allá de transmitir sentimientos, la palabra revela ideas, valores, sueños y nuestra visión del mundo.

Tanto el libro del Eclesiástico como el Evangelio subrayan esta dimensión interior de la palabra. El primero advierte: “Antes de elogiar a alguien, debes escucharlo”, mientras que Jesús afirma: “De la abundancia del corazón habla la boca”. En otras palabras, el corazón es la casa del alma, y nuestras palabras son el reflejo visible de lo que habita en su interior. Si esa casa se llena de divisiones, rencores e impurezas, la palabra será eco de esa desarmonía. Pero si en ella reinan la bondad, el amor y el perdón, las palabras se convertirán en signos de luz y reconciliación.

Esta enseñanza adquiere una relevancia particular en nuestra cultura digital, marcada por la constante publicación de mensajes en redes sociales. Vale la pena preguntarnos: ¿Qué comunicamos a través de nuestras publicaciones? ¿Con quiénes nos relacionamos? ¿Qué actitud asumimos frente a los errores o caídas de los demás? La palabra, también en el ámbito virtual, refleja lo que habita en nuestro corazón. Por eso, cultivar la limpieza interior es el primer paso para que nuestras palabras sean fuente de vida y no instrumento de división.

¿Qué tipo de referentes tenemos? 

¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?” Esta pregunta del Evangelio según san Lucas nos invita a reflexionar sobre la identidad de quienes nos sirven de guía en la vida y, al mismo tiempo, sobre quiénes somos para los demás. ¿Somos personas con autoridad moral? ¿Admiramos y seguimos a quienes realmente la poseen?

José Ortega y Gasset ilustra esta realidad con una breve pero profunda anécdota: un ciego pregunta a un cojo: ¿Cómo anda usted? A lo que el cojo responde: “Como usted me ve”. Esta respuesta encierra una enseñanza crucial: nuestra percepción del otro con frecuencia refleja nuestra propia condición interior. Muchas veces proyectamos en los demás nuestras carencias, prejuicios o limitaciones, sin darnos cuenta de que nuestras propias deficiencias distorsionan la visión que tenemos del otro.

Solo cuando reconocemos nuestras fragilidades podemos mirar con humildad a los demás. De lo contrario, corremos el riesgo de juzgar con dureza, fijándonos solo en los defectos ajenos, mientras permanecemos ciegos ante nuestras propias sombras. Así, la imagen del ciego y el cojo nos recuerda que la auténtica guía solo puede ofrecerla aquel que ha aprendido primero a ver con claridad dentro de sí mismo.

El cuidado de sí como camino para el cuidado del otro

Antes de señalar las faltas ajenas, es necesario volver la mirada hacia el propio corazón. Con frecuencia, somos rápidos para juzgar a los demás sin reconocer nuestras propias fragilidades. La compasión comienza por uno mismo, y solo desde la reconciliación personal puede brotar una mirada misericordiosa hacia el otro. Sócrates lo enseñaba con la máxima: Conócete a ti mismo. Este conocimiento sincero, acompañado de humildad, conduce al cuidado interior, que se traduce en una relación más auténtica con los demás. Si no nos conocemos ni cultivamos nuestro propio ser, ¿cómo podríamos cuidar y corregir a los otros con verdadero amor?

La palabra que se hace obra

El árbol bueno se reconoce por sus frutos, y el primer fruto que brota de un corazón bondadoso es la palabra. Cuando cultivamos la bondad en nuestro interior, nuestras palabras se convierten en fuente de consuelo, verdad y esperanza para quienes nos rodean. La palabra auténtica no nace solo de los labios, sino del corazón. Por eso, estamos llamados a ser guardianes de la palabra, conscientes de su poder para edificar o destruir.

Sin embargo, las palabras deben trascender hacia las obras. El texto concluye recordando que un árbol bueno no da frutos malos, ni un árbol malo da frutos buenos. Las obras son el reflejo más profundo de lo que habita en el corazón. A través de ellas, se desvela la verdad de nuestras palabras y la autenticidad de nuestro ser.

Que este domingo sea una oportunidad para revisar nuestras palabras, reconocer su poder y convertirlas en instrumentos para construir un mundo más compasivo y fraterno.

Amén.

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