Conviértetey cree en el evangelio
P. José Raúl Ramírez Valencia
En este miércoles de ceniza, me dirijo a ustedes, cristianos católicos, para contemplar juntos lo que la liturgia de la palabra nos invita a vivir en este tiempo de cuaresma. La cuaresma es un camino espiritual que nos prepara para celebrar el misterio central de nuestra fe: la muerte y resurrección del Señor. Cada día estamos llamados a morir a aquello que nos aparta de Dios para resucitar con Cristo a una vida nueva. Si hay egoísmo en nuestro corazón, debemos morir al egoísmo para renacer en la generosidad y el compartir con los demás. ¡Morir diariamente para resucitar con Él! El sí de la Pascua nos recuerda que somos personas vivas, llamadas a vencer la muerte que genera el egoísmo. La Iglesia, con su sabiduría, nos ofrece tres consejos fundamentales para vivir este camino cuaresmal:
Dominio de sí mismo
En una sociedad que exalta el placer inmediato
y la satisfacción personal, se hace urgente redescubrir el valor del dominio
propio. No se trata de una vanidad superficial ni de una disciplina meramente
estética, sino de un camino interior que nos configura más plenamente con
Cristo. El dominio de sí mismo nos reconcilia con nuestra humanidad, nos hace
verdaderamente libres y nos ayuda a discernir lo que nos conduce al bien.
Jesús pasó cuarenta días en el desierto,
venciendo sus propios impulsos para abrazar la voluntad del Padre. Quien
aprende a renunciar a lo permitido se prepara mejor para resistir lo indebido.
Así lo recuerda el papa Francisco al invitarnos a cambiar los estilos de vida
que nos impiden vivir de manera más cristiana. El verdadero dominio de sí no reprime, sino que libera y nos abre al amor.
Salida de sí mismo
La Cuaresma también nos llama a abrir el
corazón a los demás. Vivimos en un mundo marcado por profundas desigualdades,
donde unos pocos poseen en exceso mientras muchos carecen de lo necesario. El
hiperindividualismo nos encierra en la burbuja de nuestras preocupaciones, como
si el dolor ajeno no existiera. Frente a esta lógica, la Iglesia nos invita a
participar en la Campaña de Comunicación Cristiana de Bienes, un gesto concreto
que nos anima a privarnos de algo para aliviar la necesidad de otros. La ofrenda
y las obras de misericordia son caminos para reconocernos hermanos, para dejar
que el sufrimiento del prójimo nos toque y nos convoque a la solidaridad.
Albert Camus narra en La caída la
historia de un hombre que presencia cómo una joven, abrumada por sus problemas,
se arroja al río Sena. El testigo, defensor de causas nobles, permanece inmóvil
y no interviene. Años después, convertido en juez de las causas justas, escribe
con amarga lucidez: “Oh, niña hermosa, vuelve a lanzarte para que, esta
vez, tengamos la oportunidad de salvarnos los dos.” La indiferencia ante
el dolor ajeno nos deshumaniza, pero la solidaridad nos ofrece la posibilidad
de redimirnos y salvarnos juntos.
Oración:
Nihil operi Dei praeponatur (Nada se anteponga a la obra de Dios).
La oración nos reconcilia con Dios y nos abre a su presencia. Muchas veces vivimos como si Dios estuviera lejos, presente pero ajeno a nuestra vida. Orar es volver a su encuentro, escuchar su voz y dejarnos interpelar por lo que Él quiere de nosotros. La oración auténtica nos transforma, nos pone en dirección de la voluntad de Dios y nos ayuda a vivir con coherencia. Por eso, la exhortación de San Benito en su Regla es iluminadora: Nihil operi Dei praeponatur. Nada debe anteponerse a la obra de Dios, porque quien ora con humildad permite que Dios actúe en su vida y la convierta en instrumento de su amor. Precisamente Jesús durante cuarenta días se preparó para que nada se antepusiera a la voluntad del Padre, a pesar de las piopuestas del demonio.
Cuando Jesús nos dice: "Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha", nos enseña que la oración y las obras de caridad nacen de una relación personal y autentica con Dios, sin buscar reconocimiento humano.
Estos tres consejos –el dominio de sí mismo, la
solidaridad con los demás y la oración– nos guían en el camino de la
reconciliación: con nosotros mismos, con los hermanos y con Dios.
El signo de la ceniza, que hoy recibimos, no es una obligación, sino una expresión de nuestro deseo de emprender este camino cuaresmal. Es un gesto sencillo, pero cargado de significado: reconocemos nuestra fragilidad y nuestra necesidad de conversión. La Iglesia, con su pedagogía sabia, nos invita a peregrinar hacia el encuentro con Señor muerto y resucitado. Que en cada decisión y en cada gesto nos preguntemos con sinceridad: ¿Qué haría Jesús en mi lugar?
Que este tiempo de cuaresma nos ayude a morir con Cristo para resucitar con Él a una vida nueva, conviértete y cree en el evangelio.
Amén.
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