sábado, 1 de marzo de 2025

Homiia miércoles de ceniza

 La cuaresma: ¿un caminar hacia dónde? Hacia la resurrección.  

Por P. José Raúl Ramírez V. 

Con el miércoles de ceniza comienza el camino hacia la Pascua. Los invito a reflexionar sobre el mensaje que el Papa Francisco en el (2021) propuso como tema para la cuaresma, junto con algunos consejos que la liturgia de la palabra ofrece para este tiempo.

La oración colecta habla de la "la tibieza espiritual". La persona de fe debe ser dinámica en la vida espiritual. El tibio carece de ímpetu y se conforma con lo mínimo, se adapta a la rutina sin buscar crecimiento interior y termina en la mediocridad. El tiempo de la cuaresma nos invita a romper y a vivir con mayor ímpetu y profundidad la experiencia de fe.

El mensaje del Papa Francisco para esta cuaresma invita a avivar la fe, la esperanza y la caridad, virtudes propias del cristiano. 

La fe: un camino para leer la realidad de la vida. Muchas veces limitamos la fe solo a ciertos momentos de dificultad o adversidad, olvidando que la fe es un estilo de vida y una gramática que desde Dios posibilita interpretar la realidad. La fe es confianza y adhesión a Jesús, Abraham como padre de la fe creyó contra toda esperanza.

Hoy más que nunca, necesitamos zarandearnos para despertar del letargo existencial y redescubrir la propuesta del evangelio. La fe nos desinstala y confronta nuestros estilos de vida. Es posible que, sin darnos cuenta, depositemos la confianza más en nosotros mismos o en nuestras posesiones que en Dios, o que adoptamos costumbres contrarias a la experiencia cristiana. La fe no solo ilumina, también cuestiona la forma de pensar y de actuar, como dice el adagio: "Quien no vive como cree, termina creyendo como vive". La fe nos saca del relativismo moral invitándonos a una coherencia profunda entre lo que creemos y lo que vivimos.

La esperanza: un camino que abre nuevas puertas

La esperanza es la certeza profunda de que Dios camina con nosotros, aun en medio de la incertidumbre y las dificultades. Más que una mera expectativa, es la luz que permite atravesar las situaciones límite como el sufrimiento, la muerte o la culpa. Sin esperanza, el ser humano corre el riesgo de quedar atrapado en el simple optimismo o en deseos efímeros como advierte el filósofo surcoreano Byung-Chul Han al afirmar que el hombre contemporáneo ha confundido la esperanza con el optimismo. Mientras el optimismo se sostiene en las propias fuerzas y se limita a proyectar posibilidades subjetivas, la esperanza se abre a lo trascendente y ensanchando el horizonte hacia lo que aún no vemos, pero confiamos. La esperanza no es una ilusión ingenua, sino la confianza activa en la promesa de Dios, quien nos precede y sostiene. La esperanza, más que una huida del dolor o una negación del presente nos eleva y nos invita a superar tanto el pesimismo como el nihilismo antropológico. Allí donde el optimismo se agota, la esperanza persevera y nos abre puertas que la razón y la voluntad, por sí solas, no alcanzarían a imaginar.

La caridad: un camino abierto a los demás

La caridad es el distintivo más alto del cristiano, la expresión concreta del amor que se abre al otro. No debe confundirse con la mera justicia, que da a cada cual lo que le pertenece, La caridad, en cambio, nos impulsa a ir más allá: implica consolar al otro y ofrecer ayuda gratuita. Avivar la caridad es redescubrir la vocación de servicio y cuidado por los demás, reconociendo que el otro no es solo alguien con derechos, sino alguien con una dignidad que merece ser acogida. Como advertía el papa Benedicto XVI, la caridad debe estar iluminada por la verdad para no caer en un mero asistencialismo que infantiliza o reduce al otro a objeto de ayuda. La verdadera caridad dignifica porque reconoce en el otro su valor irreductible y su capacidad de corresponder al amor recibido. En un mundo herido por las injusticias sociales y la violación de los derechos humanos, la caridad cristiana se nos presenta como un imperativo de fraternidad que restaura los vínculos de hermandad.

La liturgia también nos ofrece tres consejos para vivir este tiempo de Cuaresma:

La oración como reconciliación con Dios

En un mundo marcado por la distracción constante y la autosuficiencia, la oración se presenta como el camino de reconciliación con Dios. Cuando el diálogo con Él se silencia, el corazón humano se vuelve estéril y vacío. Orar no es un acto para aparentar ni una técnica de relajación, sino un encuentro íntimo que permite experimentar el amor y la paternidad de Dios.

Como afirmaba san Juan Pablo II, la oración es el opus Dei, la obra de Dios en nosotros, donde es Él quien nos transforma desde dentro. No es un ejercicio introspectivo ni una simple meditación, sino el espacio donde Dios trabaja en lo más profundo del alma, moldeando la voluntad y restaurando la identidad, es dejar que Dios actúe. La oración auténtica exige humildad, silencio y apertura. Solo así la oración se convierte en fuente de vida, capaz de renovar nuestra relación con Dios y con los demás.

La ofrenda como camino de fraternidad

La ofrenda nos reconcilia con los demás al romper el cerco del egoísmo que permite la fraternidad. En un mundo marcado por la pobreza y la desigualdad, el Evangelio nos invita a despojarnos de lo propio para reconocer las necesidades del otro como parte de nuestra responsabilidad. La ofrenda no es solo un gesto material, sino un acto real que expresa la disposición a hacernos cargo del hermano. El filósofo Emmanuel Levinas nos recuerda que somos guardianes los unos de los otros, llamados a cuidar la vulnerabilidad ajena. Esta verdad, olvidada por Caín cuando se desentendió de su hermano Abel, se vuelve aún más urgente en una época dominada por el hiperindividualismo, como lo denuncia el filósofo francés Gilles Lipovetsky.

La ofrenda nos ayuda a redescubrir que no estamos solos y que la existencia solo alcanza su plenitud en la entrega mutua. Albert Camus, en La caída, lo expresa con fuerza: "Oh, niña hermana, vuelve a tirar al río, para que tengamos la oportunidad de salvarnos los dos". La ofrenda nos llama a esta experiencia de salvación compartida, donde el bienestar del otro se convierte en nuestra propia realización.

La reconciliación con uno mismo

Vivir bien no consiste en acumular bienes materiales, honores o poder, sino en el cuidado del espíritu. La verdadera calidad de vida se mide por la armonía interior, que solo se alcanza a través del dominio de sí mismo. La virtud exige sacrificio y disciplina, no por vanidad, sino como camino hacia la libertad interior y la santidad.

Reconciliarse con uno mismo implica aprender a aceptarse, a perdonarse y a custodiar el propio corazón. Esta tarea es especialmente necesaria en un mundo que ha absolutizado el placer y el consumo, donde la búsqueda del bienestar inmediato termina vaciando el alma. La Cuaresma nos invita a romper con ese ritmo frenético para redescubrir la belleza de la sobriedad y la importancia del autocontrol. El dominio de sí mismo no es solo un ejercicio ascético, sino la oportunidad de orientar nuestra vida hacia lo esencial, hacia los bienes que no caducan. Más que una renuncia estéril, la reconciliación con uno mismo es la condición para abrirse a Dios y a los demás, recuperando así la unidad interior que el pecado y el egoísmo fracturan. transforma el corazón.  No olvidemos que la reconciliación con Dios pasa por la reconciliación con uno mismo y con los demás.

Es decir, que la fe, la esperanza y la caridad, acompañadas del cuidado de sí a través del sacrificio, la ofrenda como apertura a los demás y la oración como dejar actuar a Dios en nuestro corazón, se convierten en el camino hacia la santidad. La Cuaresma nos invita a morir a todo lo que no proviene de Dios —al egoísmo, la soberbia y las falsas seguridades—, para dejar nacer en nosotros todo lo que viene de Él: la gracia, el amor y la vida nueva que

Caminemos hacia la Pascua con el deseo profundo de encontrarnos con Jesús resucitado, avivando la fe, la esperanza y la caridad.

Amén.

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