Somos más que pasado, somos esperanza.
Por P. José Raúl Ramírez Valencia
Curiosamente, los textos de hoy remiten a la
esperanza. El pueblo de Israel, después del exilio, regresa a la tierra prometida
y proclama: “Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares”. El
apóstol Pablo, al encontrarse con Jesús, exclama: “Todo lo considero basura con
tal de alcanzar a Cristo Jesús.” Y Jesús le dice a la mujer adúltera: “En
adelante, no peques más”. El profeta Isaías también enfatiza como Dios abrió
camino en el mar y sació la sed de su pueblo elegido en tierras áridas. Y el apóstol Pablo al final de la lectura dice: "No que lo tenga ya conseguido o que sea
perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo
sido yo mismo alcanzado por Él". En definitiva, todo encuentro con Dios
es un encuentro de esperanza.
No en vano, Carlos de Foucauld, quien fue ateo
durante mucho tiempo cuando experimentó la presencia de Dios, no pudo hacer
otra cosa más que vivir para Él, ya no se entretuvo más con las veleidades de la
vida, sino que se abrió a la esperanza.
En el ser humano cohabitan tres tiempos:
pasado, presente y futuro. A veces, el pasado trae alegría; en otras nostalgia y amargos recuerdos. Sin embargo, el ser humano tiene la
posibilidad liberarse de la esclavitud del pasado y del presente y abrirse a través
del perdón a la esperanza. Quien se abre a la esperanza contempla las
circunstancias con otros ojos.
La oración: antesala de las decisiones
El Evangelio de San Juan nos muestra a Jesús
retirándose al monte de los Olivos para orar. Luego de haber orado los escribas
y fariseos le presentan a una mujer adultera que quieren apedrearla, menos mal
Jesús había orado. En un mundo convulsionado y confuso la oración es imprescindible
a la hora de decidir y no actuar a la ligera.
El evangelio relata que le presentaron a Jesús
a una mujer sorprendida en adulterio. En su época, el adulterio femenino se
castigaba tanto si la mujer era casada como si era soltera mientras que un
hombre solo era considerado adúltero si tenía esposa. La tradición cuenta que a
las mujeres acusadas de adulterio se las encerraba en un pozo, dejándolas solo
el rostro al descubierto y cubriéndolo con una estopa. Albert Camus, en su
libro La caída, menciona algo parecido de un pueblo que se consideraba el
más grande de la tierra. Allí a los delincuentes se les encerraba en una caja
de mampostería clavada en el suelo. Incapaces de moverse, solo su rostro quedaba
visible para que los transeúntes los escupieran. Aunque tenían permiso para limpiarse,
les era imposible hacerlo.
El castigo en última instancia es una invención
humana. No se necesita a Dios para idearlo ni ejecutarlo. Si Dios existiera
únicamente para juzgar, generar culpa y castigar, su presencia sería superflua:
los hombres ya se encargan de hacerlo con juicios implacables.
Camus añade: “Siempre hay razones para asesinar
a un hombre; en cambio, justificar que viva es casi imposible. Por eso el
crimen siempre encuentra abogados, mientras que la inocencia, solo a veces.” Esto
lo decía quizás con respecto a la pena de muerte.
Cuando vemos solo el pasado, obstaculizamos la
esperanza.
Decían los escribas y los fariseos: “¡Hay que
apedrearla!” Se aferraban al pasado y se negaban a abrirse a la esperanza.
Cuando le preguntaron a Jesús qué hacer con aquella mujer, su respuesta no fue inmediata,
no pronunció un juicio apresurado, sino que se inclinó y comenzó a escribir en
el suelo. Jesús escribe para liberar, no para condenar, la escritura no es un
acto de sentencia, sino un espacio de reflexión, una pausa antes de tomar
decisiones. Mientras Él escribía, la multitud seguía hablando, la escritura se convierte
en un símbolo de esperanza.
Luego, Jesús les dijo: “El que esté sin pecado,
que tire la primera piedra.” Con esta respuesta, Jesús obligó a los
acusadores a enfrentarse a su propia realidad, a mirar dentro de sí mismos
antes de juzgar a los demás. Quizás ninguno de ellos comprendía realmente la
situación de la mujer. Solo veían su falta, pero no se preguntaban por las
causas que la habían llevado hasta allí. Pudo haber sido víctima del maltrato
físico o psicológico o de extrema pobreza.
Encuentro entre la miseria y la misericordia
Aquellos que querían apedrearla estaban aferrados
al pasado, querían destruirla, Jesús rompió esas cadenas y la lanzó hacia la
esperanza. San Agustín dice que, en este momento, se encontraron la miseria y
la misericordia: la miseria del adulterio y la misericordia del Señor. Jesús,
con su palabra, libera a la mujer del peso de su pasado. No le dice que
continúe viviendo como quiera, sino que la invita a una vida nueva: "En
adelante, no peques más" No la deja atada a su pasado, no le impone
una cadena perpetua, sino que le muestra otros caminos posibles.
Jesús le pregunta: "¿Dónde están los que
te condenan?" Y luego declara: "Yo tampoco te condeno." El Señor
condena el pecado, no al pecador. Mientras que los hombres suelen identificar
el pecado con el pecador, Dios, en su misericordia, abre siempre un camino
hacia la vida nueva.
Leyes que liberan
El hecho de que existan leyes no significa que
sean justas o beneficien a las personas. Jesús cuestionó la ley que ordenaba
apedrear a las mujeres y le dio un nuevo sentido. Cuando la ley carece de amor
y compasión, se convierte en un instrumento de condena y muerte. En cambio,
cuando la ley parte de la dignidad de la persona, del amor y de la esperanza
abre nuevos caminos. La ley, por sí sola, no rehabilita, muchas veces, en lugar
de restaurar, destruye.